Publicado en la Revista Soho, edición de junio de 2009.
¿Qué es lo que más asco le puede producir a una mujer de todas nuestras cochinadas? Para Catalina Ruiz-Navarro, la columnista de El Espectador, la respuesta pesa sobre los hombros. Una caspa de diatriba.
No puedo escribir esto sin rascarme compulsivamente la cabeza. Pensar en la caspa me produce paranoia, como si burlarme del problema despertara la justicia divina, y fuera yo a convertirme en una casposa horrible con un cuero cabelludo hojaldrado que arruinaría mis posibilidades de ser feliz.
Y sí, la caspa es como un nevado-obstáculo-infranqueable. Más que asquerosa, la caspa es imperdonable, no hay excusa dermatológica que pueda absolver a un casposo. La caspa es un condimento para el rechazo, una flaqueza en la fibra moral. ¿Por qué? Porque a la gente le da caspa porque quiere. En el siglo XXI la caspa es un problema remediable, a menos que, claro, uno sea un sucio asqueroso, un idealista mamerto, un flojo asocial que deliberadamente no compra champú en su esfuerzo por repeler.
La caspa permea el cerebro y produce casposos ladrones de CD, esos tipos que se van antes de pagar la cuenta, que no devuelven los libros y siempre se les "olvida" comprar condones. Por eso en los comerciales, quien se libra de ella resulta ser un triunfador yuppie que sale a perrear a las discotecas, un casposo por defecto que se ha quitado un peso de los hombros, pero su personalidad carga las escamas.
Un casposo es imperdonable porque confía ciegamente en su belleza interior. La sociedad, más que su desidia, castiga su ingenuidad. Su desafío a las convenciones de la gente nice produce reacciones viscerales. Tal vez por eso, ni los irreverentes héroes de ficción han tenido caspa: ni Jesús, ni Scarlett O'Hara, ni Hannibal Lecter: la caspa no permite el heroísmo, se puede admirar incluso a un personaje sucio e impertinente, como Huck Finn, pero estoy segura de que Tom Sawyer no le habría dirigido la palabra de haber fijado los ojos en un polvillo blanco sobre su hombro.
Dice mi mamá que hay un casposo social que es al que simplemente le cae "nieve en el saco", como el man del bus en el comercial contra la cocaína que ganó tantos premios. Aquí en realidad los casposos son ambos, el periquero y el sucio. Ah, y los publicistas, casposos también por su inteligencia nauseabunda (claro que al menos no son los de la mata que mata).
Un amigo cuenta que su jefe tiene caspa y es bajito. Mi amigo lo mira fijamente desde su estatura y su limpieza, y disfruta la pequeña venganza de ensañarse con las costras que se caen al piso, dejando un rastro de ADN. A veces, dice, quiere matarlo, pero ¿y si una escama delatora quedara en su ropa? Él sabe que la caspa deja rastro, el rastro de la malparidez existencial, del descuido.
Dice María Luisa que la caspa es de puro manteco. Sobre hombreras de paño se ve aún peor. Las dos aseguramos no haberla tenido, ni haber salido con un man que la tuviera. En las familias de bien hay cáncer, hay maricas, hay embarazos adolescentes, pero ¿caspa? Caspa nunca. La caspa es aberración de aberraciones; coprofilia, vaya y venga, pero la caspafilia es inimaginable. La gente funciona con todos sus orificios en las formas más inverosímiles, pero la caspa no tiene fetiche, y menos siendo, como informa Wikipedia, extensiva a la ingle.
Cristina dice que tal vez si le diera caspa a un tipo después de que ella ya lo quiere, y ya lo vio cortarse las uñas de los pies sin salir corriendo, podría soportarlo. Es decir: la caspa es una cosa tan horrible que solo se perdona con amor. Imagínese, no basta el cariño, ni la simpatía, se necesita amor: un conocimiento tan profundo, una familiaridad tan clara, una ceguera tan legendaria; amor es lo único que puede compensar la repulsión que la caspa produce.
Como yo soy más bien "de buenas en el juego", me entra un terror sombrío. Un ejército de casposos me perseguirá en mis pesadillas, una maldición se conjura en este momento, ¡Dios mío! Si me da caspa, no habrá piernas largas que valgan, ni pestañeo posible, y ya mi cabeza pica, ¿es la crema para peinar? No sé. En mi uña aparece una escama blanca, semitransparente: es el fin. ¿Me querrán María Luisa, Cristina y mi mamá mañana? ¿Tendré una vida de escritora miserable que habla desde su ensañamiento contra la sociedad que la rechaza?
No. Por eso se inventaron el champú.
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