Los colombianos estamos acostumbrados a llorar sobre la leche derramada, o ¿quién no recuerda ese autogol que nos costó el mundial del 94, cuando teníamos ‘el mejor equipo’, el que había logrado el 5-0? A pesar de ser tan buenos rumiando errores no tenemos muy presentes los que nos han costado más caro: nuestra pérdida de territorios. Además de Panamá hemos perdido espacio en el golfo de Venezuela, los llanos, la selva amazónica, el mar Caribe, en fin.
La ciudad de puerto Carreño, capital del Vichada, es un pueblito con calles de tierra roja. El aeropuerto de la ciudad de Puerto Carreño es en realidad una casita. Todo el pueblo parece tragado dentro de la inmensidad del llano. Caminar hasta el hotel asombra al citadino, quien hubiera pensado que no hay una ciudad en Colombia sin un Crepes & Waffles. La comida gourmet se compone, más que nada por los congelados de Kokorico, que cuestan el doble y se venden en el restaurante más gomelo del pueblo. Sólo podemos imaginarnos lo difícil que es transportarlos siendo que sólo hay un vuelo de entrada y de salida a la semana; los miércoles, y que sólo hay una línea de buses que llega hasta puerto Carreño, siempre y cuando el clima lo permita.
En esta tierra el horizonte parece un poco más bajo que el punto de fuga. Desde una lomita que parecía ser el sitio más alto en los alrededores se puede ver esa intersección del río Meta y el Orinoco que aparece en los mapas en la esquina de Colombia. Quién iba a saber que realmente se puede llegar hasta los confines del país, quién se iba a imaginar que en ese vértice está una banderita vieja que no ondea (tal vez porque el viento de la soberanía nacional no llega hasta allá).
Las fronteras colombianas son espacios marginales y deshabitados, sobre todo por el gobierno, situado 2600 metros más cerca de las estrellas pero terriblemente lejos de todos los bordes del país. Después nos estará pesando la perdida de estos territorios porque por ley de Murphy, quien los gane encontrará petróleo, la cura para el cáncer o un deportista ganador de medallas olímpicas. Y entonces diremos, -ah, pero originalmente era colombiano, qué orgullo.
Definitivamente no es un problema de presencia militar, es un problema de que el resto del país conozca realmente sus fronteras, de que haya una presencia cultural en la periferia porque para muchos de estos rincones, ser parte de la Nación no representa nada. Por eso perdimos Panamá, porque los panameños nunca pertenecieron a la ‘Nación’: nada los hacía sentirse parte de lo que pertenece a ‘todos’ los colombianos, por encima de lo que nos divide.
La palabra clave es sentir, porque el sentimiento de Patria, de Nación, no está en un papel, es algo que se siente, se lleva por dentro, y no, no es ponerse una camisa nergra y decir: Colombia es pasión Se refiere de cierta forma a lo que los gringos en su caso llaman el “true american”, y nosotros gracias a nuestra xenofilia, podríamos llamar el “true colombian”, y chantarle al lado, como a todo, un dibujito de Juan Valdés, que es un claro ejemplo de que somos un país centralista.
Lo peor del asunto es que la globalización, y la internet, estimulan la pérdida de identidad nacional, y si no nos preocupamos por abrazar estos territorios como parte integral de Colombia, y no sólo como un destino exótico, pronto estaremos en el mismo lugar que cuando perdimos Miskitia y las Islas Mangle. Cuidar las fronteras es como cuidar una relación, hay que quererlas, cuidarlas, consentirlas, incluirlas. No hacerlo es un descuido que puede terminar en autogol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario