Publicado en la revista Level Magazine, septiembre 2009.
Cuando Obama nominó a la juez Sonia Sotomayor para ser parte de la Corte Suprema de Justicia, muchos ojos se abrieron. Ella sería apenas la tercera mujer en formar parte de esta institución, y la primera latina. Naturalmente, esto causó revuelo en el corazón político de la nación. Los más conservadores protestaron. Los más liberales aplaudieron. El debate público alcanzó punto de ebullición.
A pesar las objeciones, el 6 de agosto de este año, Sotomayor fue confirmada.
Y por eso, a manera de celebración, la edición pasada de Vanity Fair nos invita a brindar por ella con un coctel muy especial.
La receta incluye fresas, tequila, pimienta negra y limón. Spicy! Sospecho que las fresas son por ese blazer rojo con el que apareció en tantas fotos, el tequila porque es latina –aunque es puertorriqueña, no mexicana–, y la pimienta por esa fama que la precede de ser algo “hot tempered”.
Este cóctel es una obvia representación de un estereotipo: el de la mujer latina; una imagen que poco o nada tiene que ver con la de Sotomayor.
Nuyorican de nacimiento, criada en el Bronx y educada en universidades como Princeton y Yale, Sonia Sotomayor es una reputadísima abogada de 55 años que encarna divinamente el sueño americano –tanto es así que su inspiración para ser abogada fue la serie de televisión Perry Mason–. Obama lo dijo hace poco: son los ideales americanos de oportunidad, igualdad y justicia los que le han permitido a la juez estar donde está: en el estrado más alto de la justicia norteamericana; sin embargo, hay que sospechar: ¿fue por sus excelentes credenciales o más bien por ser latina que la nominó? Probablemente, por ambas (pero que lo de ser latina no lo sepa nadie porque puede sonar racista).
Y es que es el calificativo de moda. A la misma Sotomayor se la acusó de racismo porque en el 2001 dijo que le “gustaría pensar que una sabia mujer latina puede emitir mejores juicios que un sabio hombre blanco”. Una frase que, a la luz de eso que llaman “affirmative action”, no suena tan descabellada. La acción afirmativa, que comenzó bajo el gobierno de Kennedy, es una acción a favor de un determinado grupo social, étnico, minoritario, que históricamente ha sufrido injusticias sociales. Es una forma compensación, una cuota de participación étnica, un principio democrático que busca la igualdad de oportunidades.
Quienes no se ven favorecidos por esta medida levantan su puño al cielo y claman “si tan solo yo fuera indígena, lesbiana y paralítica, el mundo sería mío”. Pundits como Pat Buchanan dicen que “la acción afirmativa es para incrementar la diversidad discriminando a los hombres blancos”–este personaje llegaría a afirmar que no podría haber nada malo con una corte racialmente homogénea, pues “el 100% de los que escribieron la constitución [...] fueron hombres blancos”–. Lo que olvidan los detractores, es que a la indígena lesbiana paralítica se le dan oportunidades porque sigue siendo discriminada; es decir, porque sigue jodida, solo que un poco menos que antes.
Fueron precisamente hombres blancos como este, y con este tipo de comentarios, los que se la pusieron difícil a Sotomayor, quien durante las semanas previas a su admisión definitiva prefirió alejarse del tema racial, manifestando, más bien, que aquello que alguna vez dijo hace énfasis en la compasión que ha aprendido gracias a su género y raza, dejando claro que ella toma sus decisiones de acuerdo a la ley y no a su genética.
Una genética que, en ocasiones, ha sido retratada de manera degradante.
La obra de una de las artistas cubanas más reconocidas del mundo, Ana Mendieta, se burla del típico estereotipo al que se ha reducido a la mujer latina: esa chica sassy y picante que en el mundo del espectáculo es usualmente representada por Sofía Vergara. Por medio de fotografías en las que pegaba su cara a un vidrio hasta volverse lo menos sexy posible, esta exiliada reflexionó acerca de lo difícil que es ser mujer, y además latina, en un país gobernado por hombres, y además blancos. Parte de su performance también giraba alrededor del tema de la violencia contra el cuerpo femenino.
Irónicamente, Mendieta se casó con Carl Andre, un artista minimalista ario con quien tuvo una relación tormentosa que acabó de manera trágica: ella cayó desde.
A través de su obra, la artista cubana Ana Mendieta reflexionó acerca de lo difícil que es ser mujer, y además latina, en un país gobernado por hombres, y además blancos. el balcón de su apartamento, en un piso 34, para aterrizar en la calle y estampar su cara en el suelo como ya lo había hecho en sus fotos. Más tarde, Andre –quien primero fue acusado de asesinato y luego absuelto de todos los cargos– hizo una gran exposición en Nueva York en la que no faltaron manifestantes y carteles que decían: “Carl Andre está en Guggenheim. ¿Dónde está Ana Mendieta?”
Afortunadamente, hoy nadie pregunta dónde está Sotomayor.
Ya todos lo saben.
Una de las mayores ventajas de la confirmación de Sotomayor en un cargo tan importante es que obliga a repensar el relato de la identidad latina. La manera como se está retratando al otro en un país que, desde los medios y el mercado, se ha acostumbrado a reducirlo. A limitarlo. Por lo mismo, este triunfo de Sotomayor demuestra que eso de la acción afirmativa no es un premio de consolación: es un derecho necesario. Sotomayor, como figura pública, no deviene en caricatura: no es esa latina spicy cuyos meritos están solo en sus caderas ni que solo sirve para lavar platos o aderezar fantasías de machos blancos. Al contrario. Más que un chili agresivo que le dará gastritis al sistema judicial norteamericano, Sotomayor es una bocanada de aire fresco. Un sacudón. Un laxante para la –a veces tan estreñida– democracia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario