viernes, 27 de marzo de 2009

Los marihuaneros trabajan



Cuando apareció por primera vez en Facebook la convocatoria a la marcha Porte su dosis de personalidad, la hora para el encuentro eran las 4:00pm. Las quejas no se hicieron esperar. Alguien comentó “los marihuaneros también trabajamos” y precisamente por eso la marcha se paso a las 6:00pm. A diferencia de otras marchas, esta no se trataba de capar trabajo o universidad, y eso sí que es interesante siendo que la percepción que se tiene de los marihuaneros es que son unos vagos peludos que miran fijamente al infinito.
El cliché no es gratis. Farid, mi amigo fotógrafo y yo llegamos tarde a la marcha, tipo 6:30. Íbamos con Cristi, que llevaba su dosis de espejo, y Maria Luisa y Ana, que llevaban cigarrillos. Cuando llegamos no vimos una marcha multitudinaria, de hecho, la palabra marcha habría que cambiarla por congregación. La luz gris de las seis de la tarde no dejaba ver nada muy bien, y el granizo siempre le da unos matices lúgubres a la ciudad, o eso me parece a mí, porque soy costeña y friolenta. Antes de llegar a donde todos estaban cantando “huele a maracachafa” caímos en cuenta que efectivamente, olía a mariacachafa y había varios hippies peludos que decían lentamente, estirando sus vocales como si en ese lapso se les revelara el mundo, “péeeeegueeeeeeelooooo”.
Lo significativo es que estos marihuaneros se tomaron el tiempo de ir a manifestarse, en horas no laborales, en vez de quedarse riendo en el sofá de la casa.
Otro detalle curioso: la marcha ocurre en el aniversario de la muerte de Tirofijo. Esto último estoy segura que no significa nada, pero es un papayazo para la habladera de mierda y la retorcida interpretación semántica. Sólo quiero señalarlo por si alguien está aburrido, se va a fumar un porro, y quiere teorizar un rato sobre pendejadas.
Debo decir que aún con el frío la oscuridad, y las nubes de humo, la marcha fue bastante calida. Se trataba de verse ojo a ojo sin bajar la cabeza y eso es reconfortante. Pensar que Uribe lo oye a uno gritar “no Alvarito si al bareto” produce un calorcito en el alma. El debate sobre la libertades individuales que ha suscitado esta marcha ha sido muy bien argumentado por sus organizadores y todo ha tenido amplia cobertura mediática. Que haya un debate bien fundamentado y que les pide a los droguis que muevan el culo y salgan del sofá es otra de las cosas que seguro le dibuja a todos una sonrisa en la cara.
Particularmente esta manifestación me obligó a preguntarme cuál es mi dosis personal y fue muy difícil dar una respuesta, televisión, cobijas, comida, ropa, zapatos, libros, antihestamínicos, anticonceptivos, acetaminofen, para no mencionar dosis más obvias. Lo que vi es que mi personalidad está profundamente ligada a mis dosis, tienen una bonita relación. Pero entonces, ¿son estas dosis variadas unas muletas para mi personalidad? O, por el contrario, esas muletas son, efectivamente, mi personalidad. Si me acojo al modelo del rizoma tengo que decir que sí, que mi personalidad está regada en todas estas cosas a mi alrededor en las que, como una adolescente, trato de encontrarme. Mi libre identificación con los objetos es mi razón para marchar.
Mi segunda razón es que los grandes errores de mi vida los he cometido sobria. Recordarlo amerita una cerveza, 2, o 3, cuando vuelvo a mi casa y quiero traer a mi garganta el frío de la noche.

Fotos: Farid Cortez

Arenga política de unos manes de la distrital. El tipo tiene un vozarron potente y no necesitó micrófono.

Chicas emocionadas con sus pancartas.

Con los de El Pequeño tirano: http://parodiario.tv

Laserna pide la llamada.


Daniel Pacheco, uno de los organizadores, con su pinta de mamerto-chic.


Marihuanero diva.


Asediada por los medios.


La mano y el letrero se levantan de entre la masa.

jueves, 26 de marzo de 2009

Necia nostalgia




Sólo se puede ser cursi al hablar del muelle de Puerto Colombia. Yo me inventé, en ese muelle, mi crisis existencial de adolescente. Me iba caminando hasta la punta, veía el atardecer y esperaba a que oscureciera, que era lo más bonito, porque todo era totalmente negro, no había adelante ni atrás, solamente estrellas y mar, y la sensación conmovedora de un mundo profundo e inconmensurable.
La caída del muelle nos despierta algo que, según escuché hace poco, es una clásica nostalgia barranquillera (nostalgia que cómo podemos ver en el párrafo anterior, está a un paso de la cursilería). Yo nunca habría caracterizado la ciudad así, porque Barranquilla es una sociedad abocada hacia el futuro, pero me di cuenta que había mucha razón en decirlo. Los barranquilleros llevamos muchos años añorando la ciudad que fuimos antes de los cincuenta, esa ciudad cosmopolita, ingeniosa y esperanzada. Esa Barranquilla de los cincuenta era una ciudad sin pasado que sólo miraba hacia el progreso. No sabemos manejar nuestros recuerdos porque nunca nos interesaron en realidad. Como no tenemos los rancios abolengos cartageneros nuestro orgullo viene de lo nuevo, de lo que vendrá. No está de más decir, cada tanto, que tuvimos el primer radio, y contentarnos con eso.
Como recordar un pasado incierto no ha sido nunca la prioridad de la ciudad, escogimos la forma más cómoda del recuerdo: la nostalgia. La nostalgia se ha convertido en nuestra forma natural de manejar la memoria. Se sienta con una cervecita a pensar y sentir la brisa. Eso nos encanta. Mientras el muelle se cae nada nos quita la cara de foto, la mirada al infinito, y la anécdota reveladora. Tiene la ventaja de que se ve muy bien, y no hay que hacer nada, por eso se nos ha vuelto un delicioso vicio con el que dejamos pasar la historia de la ciudad.
Barranquilla vive de eso y llora al muelle como suyo, aun cuando fue precisamente la construcción de bocas de ceniza lo que desencadenó su larga muerte. Adoptamos el muelle en nuestra nostalgia porque es símbolo de la llegada de la modernidad y de múltiples migraciones, los dos pilares sobre los que se construye el orgullo de la ciudad. Orgullo que en cualquier momento se lleva la brisa, porque la estructura mental de la ciudad es igualita al muelle, descuidada, porosa y nostálgica. El muelle caído es una alegoría bastante cruda cómo para pasarla por alto.
Los intentos para su restauración se dilataron en el tiempo y muchos tuvimos la sospecha de que, con la tal restauración iban a plastificarle el aura como se hizo con el Castillo de Salgar, que paso de vestigio romántico de la conquista a salón de eventos con aire acondicionado. Ante eso yo prefería que se lo llevara el mar. Ahora que el mar se lo llevó, su caída llama la nostalgia llama con intensidad orgásmica porque es un tótem de nuestras glorias pasadas.
Entender a Barranquilla como una ciudad nostálgica explica muchas cosas. Explica porqué la ciudad se ha caído frente a nuestras narices, mientras recordábamos las fragantes mujeres francesas (¿eran realmente tan fragantes? Es decir… ¡eran francesas!) y el color de los sombreros Borsalinos de los italianos. Recuerdos todos idealizados en una nostalgia brumosa que los desdibuja, no los mantiene.
A mí me dio duro que se cayera el muelle pero me gustaría no sentir nostalgia. Sospecho que esta nostalgia es un poco pastiche, un poco necia, un poco una oportunidad farandulera para verse profundo y circunspecto. Prefiero sentir culpa, como si el mar nos hubiera pegado un regaño por recordar sólo de dientes para afuera un pasado que llevaba tanto tiempo silencioso. El muelle de puerto Colombia se cayó el sábado, pero se había callado hace rato. Era una voz ahogada por la que siempre fue más glamoroso no hacer nada.

Tu amor; un periódico de ayer


Publicado el 13 de marzo de 2009 en la sección de Opinión de EL ESPECTADOR.

Siempre hay alguien que defiende el papel. Cada vez que los impresionantes índices de crisis de la prensa impresa nos obligan a preguntarnos si el papel está destinado a desaparecer, alguien dice “no, el papel no morirá”.

Entonces, con un romanticismo victoriano, ese alguien habla de su olor, de su textura, de la tinta, de la tradición. Dice, que es portátil, que lo puede subrayar, apropiárselo, en fin, virtudes que la tecnología ya reemplaza con creces. Cuando se contrasta este argumento con el gran daño ecológico que significa la industria del papel, el gusto por el impreso parece de una aristocracia manierista y ridícula.

Una campaña estadounidense para estimular la lectura de prensa impresa define al periódico como “el primer dispositivo de información portátil”, y existen varias organizaciones como www.newspaperproject.com, que nos explican, vía web (para mayor ironía), porqué el impreso es indispensable. Lo que parece más desesperado de estas campañas es que el impreso se ha aliado con los medios virtuales pensando que si no puede con su enemigo debe unirse a él, y esta posición es una franca derrota. La industria editorial impresa se enfrenta hoy en día a 3 problemas: el primero es que casi toda la información en internet es gratuita, y accesible en cualquier parte, el segundo es que la gente lee cada vez menos y se desespera cada vez más rápido con un texto largo, si acaso se enfrenta con alguno, y el tercero es que no sólo el papel es carísimo, su competencia directa, internet, es prácticamente gratis en comparación. Ni siquiera hablar de las ventajas milenarias del periódico para la justa meditación en el baño resulta un argumento viable. Hoy en día se empiezan a desarrollar aparatos como el Kindle (dispositivo de lectura, que es a los libros lo que fue el Ipod a los cd’s), perfectamente portátil y permite cargar una biblioteca entera en un solo dispositivo.

Mientras los periódicos en internet cumplan las mismas funciones de los periódicos impresos estos últimos están destinados a morir. Dicha muerte puede ser una ganancia. Durante mucho tiempo se pensó que un buen artista era aquel que podía representar la realidad lo más acertadamente posible en medios plásticos, como la pintura y la escultura. El arte de este entonces era útil, permitía la creación y reproducción de imágenes. Con la aparición de la fotografía muchos pintores fueron reemplazados y se vaticinó, como ya había pasado en el Romanticismo, la muerte de la pintura. Lo que sucedió fue maravilloso: superado el problema técnico de la reproducción de la imagen los pintores empezaron a reflexionar sobre el material, el soporte y la forma en que veían el mundo, de ahí nacieron el Impresionismo, el Fauve, el Expresionismo en fin, todas las vanguardias del siglo XX. La fotografía fue un avance técnico que liberó a la pintura de una función técnica y utilitaria, la Internet, podría ser lo mismo para los medios impresos.

La muerte de la prensa impresa como la conocemos es irremediable pero también es algo liberador. El impreso debe convertirse en algo que realmente no pueda ser reemplazado por internet. Las noticias escuetas y claras están cubiertas por la red, que tiene la ventaja de ser inmediata. Las noticias impresas tienen la desventaja de que son costosas y su vida es corta: nadie lee el periódico de ayer. La prensa impresa ya no se necesita para informar, la prensa impresa es un artículo de lujo que debe entenderse a sí mismo como tal, explorar sus posibilidades; de diagramación para proponer algo que no pueda encontrarse en internet, de análisis para exigir un tiempo propio, y de gran virtud: ser un objeto, tridimensional, palpable, mucho más que información.

Aunque no puedo imaginar todavía cómo serán los impresos del futuro, puedo decir que su ganancia está, no en la información que contienen sino en su valor como objeto, (de lujo, de fetiche, de memoria). La prensa impresa como objeto se ha desligado de su contenido. La añoranza por el papel es válida, pero la añoranza de las noticias impresas es tonta, porque la función del periódico como soporte de información es obsoleta. Los periódicos deben encontrar una función en sí, que los redefina como objeto de colección y consumo, y olvidarse de lo que fueron una vez, para no tener un problema tan indigno como la competencia con un medio advenedizo, pero tremendamente eficiente: la Internet.

viernes, 13 de marzo de 2009

Libertad u orden



Publicado el 27 de febrero de 2009 en la sección de Opinión de EL ESPECTADOR.
SI YO FUERA TODOPODEROSA, QUErría ser omnisapiente porque el conocimiento garantiza la permanencia del poder.
Tal vez, precisamente por eso, Dios es omnisapiente, y nos dicen que él siempre sabe si nos portamos bien o mal, y no nos desampara ni de noche, ni de día. Su omnisapiencia nos da seguridad. También nos da orden: ante una presencia que lo sabe todo, uno se ve obligado a autorregularse constantemente, hasta el punto de incorporar, como propias, ciertas reglas. Mi bisabuela, por ejemplo, procuraba no mirarse cuando se estaba bañando, y probablemente tiraba con la luz apagada para evitarse problemas que pudieran negarle su visa al cielo. Dios, morbosamente, seguro que sí la miraba.

La aterradora idea de un dios que nos espía para asegurarse de nuestro buen comportamiento es la misma del panóptico de Jeremy Bentham. El panóptico es la utopía arquitectónica de un régimen: un modelo de cárcel en el que se puede vigilar todo desde un punto sin ser visto, al mejor estilo de Dios. Para Bentham, esta pequeña y maravillosa cárcel podía ser empleada como recurso para toda una serie de instituciones, incluido, claro, el Estado moderno. Hoy en día las cámaras, la internet, el live feed y las llamadas chuzadas han convertido el panóptico en un dispositivo tecnológico indispensable. La forma como la sociedad moderna se regula.

Para que el modelo del panóptico pueda ser adoptado por un Estado hay que asumir que los integrantes de una nación no tienen la capacidad suficiente para darle un buen uso a su libertad y por eso hay que instaurar un sistema de vigilancia que, con una autoridad semidivina, observe y decida qué está bien y qué está mal. Esta vigilancia obliga a que todos adoptemos la mirada del vigilante y, por ende, sus parámetros para dirimir entre lo bueno y lo malo, sin cuestionarlos realmente.

Al leer en el informe de la revista Semana sobre las atrevidas chuzadas del DAS (salpicadas de historias como la de Andrea Flórez, presuntamente asesinada en un crimen pasional y/o en un intento por callarle la boca) pienso que el asunto huele a intrigas, a conspiración, a una misión de alguien con licencia para matar, pero sobre todo, con licencia para decidir por nosotros qué es lo bueno y lo malo. Bajo esta lógica, los agentes del Estado hacen lo que sea para preservar el statu quo. El fin justifica los medios.

Se defiende un Estado-Dios, Estado-panóptico que ignora y subestima nuestra capacidad para tomar decisiones. En esa medida, el espionaje no es ético pero es comprensible. Es un claro síntoma de un Estado paternalista que, para dar orden y seguridad, puede apropiarse de nuestro libre albedrío.

Los métodos del DAS son turbios, pero aparentemente garantizan que los personajes peligrosos para el Estado no se salgan de control. Como de entrada se asume que salirse de control es malo, las chuzadas del DAS parecen perfectamente útiles y justificadas. Vivimos en una especie de voyerismo disciplinario que nosotros mismos hemos aceptado para protegernos. Las llamadas chuzadas no son, en esencia, muy diferentes de las cámaras y monitores de los porteros de los edificios. Tranquilamente sacrificamos la libertad de tener una vida privada para asegurarnos un orden.

Libertad y orden, las dos palabrejas que cuelgan sobre nuestro escudo nacional, son un oxímoron para el DAS. Si los colombianos queremos orden, tenemos que canjearlo por un poquito de nuestra libertad. No hay nada humanitario en ese acuerdo. El pensamiento disidente amenaza el orden, pero si no tenemos pensamiento disidente no tenemos libertad. Sin embargo, más del 80% de los colombianos han escogido el ‘orden’ en los últimos años, cansados de una libertad en la que había violencia e injusticia. El problema, claro, es que no hemos cambiado la libertad de tener una vida privada para tener orden; lo hemos hecho para tener vigilancia, control. El problema también es que lo hemos hecho voluntariamente. Por eso el escándalo del DAS no es tan escandaloso. Nosotros escogimos que se chucen los teléfonos, así como mi bisabuela escogió que fuera sólo Dios el que la mirara en la ducha.

Chartas de amor



La ciudad entera, emocionada por lo que se ha llamado “un alcalde que corta con la vieja politiquería que nos tiene jodidos”, mira a Char con ojos de quinceañera. Creo que este enamoramiento se ha dado porque, coquetamente, la administración actual ha hecho un fuerte énfasis en la creación de identidad. El programa de gobierno de Alejando Char, cuando era candidato a la alcaldía, en comenzó con una definición (y una intención explícita de comunicar esta definición): “Una ciudad que le diga a Colombia y al mundo lo que somos: una comunidad abierta, alegre, solidaria, segura y emprendedora, en la que quepamos todos y en la que todos vivamos dignamente.”
Notemos que los adjetivos que se usan para describir a Barranquilla y al alcalde son muy parecidos: abierto/a, alegre, emprendedor/a. El Espectador, en su edición del 8 de febrero, lo llama temerario, fiestero y familiar, valores que todo barranquillero querría tener. Char es un modelo aspiracional: ese empresario-turco-rumbero-casado-con- la- bonita-reina-del-carnaval. Barranquilla y el alcalde se identifican en sus narrativas.
Esta identificación que nos acelera el corazón en realidad lo que quiere decir es que hay un dialogo entre la identidad de la ciudad y la identidad del alcalde. Antes de parpadear diciendo “oh, tenemos tanto en común”, hay que recordar que cada valor tiene un defecto inminente. Aún así, lo importante de este proceso de enamoramiento es que nos ayuda a dibujar y re-establecer nuestra identidad como ciudad. El fuerte desapego al pasado y las constantes migraciones hacen que sea difícil tener una idea clara de la identidad barranquillera y por eso hemos caído en ser eso-que-no-es-Miami.
Barranquilla por mucho tiempo se ha pensado hacia el futuro. En 1962, el alcalde José Raimundo Sojo dijo en La Prensa: “Barranquilla no tiene historia…Barranquilla no tiene pasado. Es una fuerza de vitalidad arrolladora disparada hacia el futuro. Apenas si se detiene a contemplarse en el presente, labrando la miel del progreso en gigantesca colmena de cemento.” No es el primero en decir que Barranquilla es una ciudad sin historia, el mismo himno que la llama “savia joven del árbol nacional”.
Estas identidades perdieron vigencia porque la ciudad ya no es un caserío junto al río o una promesa de progreso, es una urbe ciertamente adulta, que no quiere quitarse los pañales. Hasta el cuento de que somos una ciudad joven es viejo. Es hora de que Barranquilla se piense con apego a su pasado a ver si se cimenta un futuro que no se vea arrastrado por los arroyos.
La idea del patrimonio histórico en una ciudad donde se ha tumbado al menos la mitad del Viejo Prado y donde se reemplazan los árboles de mango por palmeras, está un poco desdibujada en el imaginario urbano. Es interesante, por ejemplo, el esfuerzo de la última administración por rescatar el centro de Barranquilla. Este gesto refuerza la creación de identidad. Entender el centro como un patrimonio cultural y no como un barrizal, es da una sensación de historia y pertenencia que antes sólo asociaba con el Carnaval.
La identificación de la ciudad con el alcalde nos muestra que estamos llegando a un punto en el que existe tal cosa como “unos valores barranquilleros”, que se prolongan hacia el “siempre ha sido así”. Son todas generalizaciones y estereotipos que tienen un valor intangible pero que muestran que la ciudad ha salido de la adolescencia y se está reafirmando como un individuo.

Suena el vals de quinceañero y pienso en mis amigos con su pintica planchada , tan elegantes, tan encantadores, tan Char, y entiendo porque la ciudad se enamora. Eso dice más de la ciudad que del alcalde, nos dice qué nos gusta, qué queremos ser. Entenderlo reafirma la identidad de la ciudad y la ancla. Eso es valiosísimo, incluso si Alex Char nos parte el corazón.